Existe una idea, un tanto teórica, que asocia la armonía conyugal o la adaptación perfecta a la identidad de los caracteres (tomando el término en sentido amplio, es decir, englobando lo que más arriba hemos llamado temperamento y carácter). Se puede creer que cuanto más se parezcan los cónyuges, «como dos gotas de agua», mejor irá su matrimonio. En el otro extremo están los partidarios del contraste, cuando sostienen:
«Los polos opuestos se atraen».
Y, en medio, el azar. Hay una parte de misterio en la elección primera.
El enamoramiento como alienación
El enamoramiento es una explosión sentimental. El enamorado o la enamorada se comportan como si estuvieran traspuestos, en una situación de encantamiento que bien podemos llamar alienación o estar fuera de sí. Luego, en el momento de dar continuidad al sentimiento o de cortarlo, intervienen la inteligencia y voluntad, es decir, la libertad personal.
Por eso es peligroso, siendo casado, ponerse en ocasión de tratar mucho a una persona del otro sexo que no sea el propio cónyuge, porque uno puede «caer» enamorado de él o de ella. Y puede quizá encontrarse, sin darse cuenta, en situaciones a donde lúcidamente no hubiera querido llegar. El «enamoramiento» le ha sobrevenido sin él quererlo. Pero eso es perder la voluntad, la libertad personal. En ese tipo de juego, la mejor valentía es la huida.
Numerosas experiencias nos lo confirman cada día.
Aquí está, a nuestro entender, la clave del misterio. En primer lugar, en no ponerse en situaciones en las que uno una pierda el control. En segundo lugar, mejor dicho, siempre, en poner la voluntad para superar las barreras que pueda levantar el amor propio, cuando ese amor propio se hiera demasiado por las dificultades caracteriales del cónyuge. De nuevo, es la finalidad la que ilumina el camino.
¿Qué quiero? Amar y ser amado, ser y hacer feliz.
¿Qué medios he de poner para conseguir ese fin?
Los adecuados y legítimos, porque el fin no justifica los medios.
Pero yo puedo ser un medio, y dentro de mí, mi carácter. ¿Por qué habría de prevalecer mi carácter sobre el de mi cónyuge?, ¿qué debería aprender yo de él?, ¿qué él (o ella) de mí? En definitiva, ¿qué nos falta a los dos?, ¿cómo ayudarnos mutuamente a conseguir eso que nos falta?
Ésta es mejor disposición, por dinámica y abierta al cambio, que la esclerosis de creer que «no hay nada que hacer, porque es así, o yo soy así».
La buena fama de la emotividad
La emotividad equivale a la afectividad. significa la capacidad de afectarse ante un suceso que objetivamente es poco relevante para la mayoría de la gente.
- si uno se altera excesivamente, se dirá que es emotivo (medio o alto) (ante un pequeño accidente, p.ej.).
si uno se queda frío, o sereno, y actúa ante el suceso, se dice que es poco emotivo.
No hay nadie sin emotividad.
La relación conyugal, precisamente por estar vinculada al enamoramiento inicial y al amor, es particularmente sensible al tema de la emotividad, de tal modo que se cree que es mejor cónyuge el que vive pendiente del otro, el que le colma de detalles y sorpresas, el que reclama atenciones y caricias...; y en consecuencia, el «otro», el que es poco emotivo, (basta con que sea menos emotivo que su cónyuge), ése queda en mal lugar. Quién sabe si en Inglaterra, donde al parecer se valora más a los caracteres flemáticos (poco emotivos), no se podrá aplicar esta regla, pero en los países latinos, cuyo clima cálido produce o acompaña al entusiasmo vital y al ansiado disfrutar en la calle, con la gente, seguro que los emotivos tienen mejor prensa. Quizá sea una hipótesis.
Si se toma como medida la emotividad pueden aparecer los problemas, problemas de ceguera o al menos de miopía. El esposo o la esposa tienen cualidades estupendas (mejores que la pura sensibilidad), en campos como el equilibrio, la organización y la eficacia. Pero cuesta ver amor conyugal en un magnífico trabajo de investigación o en una brillante gestión política.
Recíprocamente, hay también organización y eficacia en el cuidado de la casa, o en la preparación de un buen menú. Lo que pasa es que estas cuestiones pertenecen a la esfera de la intimidad familiar, y es más fácil descubrir en ellas el motivo afectivo que en las actividades que se hacen fuera del hogar, y que hacen recaer a veces sobre quienes las realizan hombres y mujeres el reproche de falta de amor, o de falta de sensibilidad.
Un marido, hablando de estas cuestiones, se justificaba así ante su mujer:
«Tú tienes más suerte que yo, porque yo trabajo para los que amo, pero tú trabajas con los que amas».
Cuando hace falta dinero
El dinero es «poderoso caballero». «Todos queremos más», dice la canción. Hoy, con el fantasma del paro y la jubilación temprana, puede convertirse, de medio para vivir, en fin a perseguir.
A veces nos olvidamos de que nos iremos, de esta vida, como vinimos: desnudos.
En la época de la «seguridad» que nos está tocando vivir, parte del dinero que ganamos lo invertimos en seguros. Seguro de accidentes, seguro de coche, seguros de vida...
Entre lo que se gasta para vivir y lo que se llevan los seguros y los impuestos, da la impresión de que nunca llega el dinero, que siempre hace falta más. Al menos entre la mayoría de la gente.
Por eso el dinero, siendo «cosa», puede convertirse en «persona». O al menos amarlo más que a las personas. Y eso significa que nos esclaviza, que vivimos por y para él. Si esto es así, el dinero será el «color del cristal con que se mira» al mundo, incluso al cónyuge.
- El marido, reducido a mero proveedor económico y que, al mirarse al espejo, en lugar de cara ve el signo del dólar... o del euro.
‑ La mujer, reducida a contable y administradora a la que, al marido que le anuncia: Traigo una buena noticia..., sólo se le ocurre preguntar:
‑ ¿De dinero?
El dinero entra en el orden de las circunstancias: se tiene más o menos, se necesita tanto o cuanto, se proyecta tener esto o aquello...
Hace falta dinero, por supuesto. Sobre el dinero dicen que no hace la felicidad, pero contribuye a ella. Dicen que «las penas con pan son menos».
El problema no está tanto en no tener, cuanto en estar desprendidos. Es decir, en destinarlo a causas que sirven a los fines de la situación, en este caso matrimonial. Por ejemplo, a la serenidad con que conviene vivir, o a los hijos.
Tener hijos cuesta dinero. Mantenerlos, más. Darles carrera, no digamos. Y así hasta que se autofinancian. Este momento parece que en los tiempos actuales se va retrasando, con lo cual la dependencia económica de los hijos, según una autora, dura una media de diez años más que en la generación anterior.
En lenguaje coloquial, se puede afirmar que hoy los hijos «chupan» de sus padres más que nunca. ¿Es o no el dinero factor determinante de la natalidad? Si el dinero es «cosa» y los hijos «personas», lo lógico es que el dinero esté en segundo plano. A veces no se entiende así.
Por otro lado, vivir cuesta más que antes. Hay muchos más reclamos y necesidades materiales. Estamos en la sociedad de consumo. También hay otros modos de allegar recursos...
Unas cosas y otras, todas ellas circunstanciales, pueden terminar «barriendo» los fines y cambiando las costumbres. No pasa nada, siempre que no se pierda el norte. Lo malo es cuando se pierde.
Veamos dos casos distintos sobre el mismo tema.
Caso Carlos y Beatriz
Beatriz tiene obsesión por el dinero. Lo consigue «de debajo de las piedras». Hace operaciones exitosas en Bolsa y es asidua de las rebajas. Además, invierte. Compra y vende pisos, garajes, aparatos... Últimamente ha aprendido a importar productos extranjeros que revende con sustanciosos beneficios. Trabaja también en una floristería.
‑ Si uno tiene oportunidad de ganar, yo creo que nadie se echa para atrás ‑suele decir.
Carlos, al contrario, es pausado y tranquilo. Tiene un trabajo burocrático de segunda fila, y entrega a su mujer puntualmente el sobre mensual, del que distrae una cantidad para sus gastos.
Beatriz compra también: una casa en el campo, un segundo coche, los equipos completos de esquiar, una caravana... Todo lo asegura: los pisos, los accidentes, la vida...
‑ Si me muero, te dejaré como un viudo rico ‑le suele decir a Carlos.
Todos esos tejes y manejes le alejan a Beatriz de la casa. Se va por la mañana, no come en casa, y regresa, cansada pero contenta, sobre las nueve de la noche.
Carlos y Daniel, el hijo de 18 años, se pasan toda la tarde, desde las tres, hora en que acaba el trabajo de Carlos, viendo la tele o leyendo revistas.
Apenas hablan. No tienen tiempo, ni ganas. Carlos nunca fue muy hablador. Y Beatriz espera que él tenga iniciativas como ella, pero no hay modo. Así que tampoco habla, en parte porque le molesta el modo de ser de su marido, su pasividad y conformismo; en parte, porque no tiene tiempo.
Ella dice ‑o da a entender‑ que su actividad febril tiene como causa la pasividad de Carlos. Si él fuera más ingenioso para conseguir dinero..., ella quizá se movería menos.
Comentario del caso
Beatriz se ha dejado entrampar por el dinero. Los efectos que esa postura le producen pueden descubrirse con facilidad.
‑ Se ha convertido en la figura mítica del rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba, hasta morir de inanición, porque no podía ni comer, ni sentir. El oro, al final, es un metal, y la vida es más rica que el metal.
Beatriz ha terminado mirando a Carlos bajo el signo del dólar: tanto vales cuanto ganas. Y así, como él no gana tanto como ella, él se ha desvalorizado a sus ojos. En lugar de marido, ve un proveedor. Ha reducido la persona a la categoría de función.
‑ Se ha deteriorado la relación conyugal. Carlos, que no es tonto, ve lo que hace su mujer, no con ojos de admiración, sino de indiferencia. Entiende así la libertad: no meterse en la vida de Beatriz. Aunque luego se aproveche de lo que ella adquiere.
Puede que la economía familiar se refuerce, pero el matrimonio se debilita. Y así sucede que, en lugar de tener puntos de unión, de ir confluyendo con el tiempo hasta convertirse en «dos en una carne», ambos se instalan en dos vidas paralelas.
Aunque no se separen nunca (puede que esta pareja pertenezca al género de los «acostumbrados»), está claro que no le han sacado todo su jugo a su matrimonio, que éste no les hace más felices ni mejores. Y, ya se sabe, en el matrimonio, como en la virtud, el que no avanza, retrocede.
Caso Pilar y Luis
Pilar es funcionaria por oposición. Luis trabaja en una empresa donde se está proyectando una reestructuración del empleo, con cierta probabilidad de que le toque a él quedarse en el paro. Tienen tres hijos pequeños, a los que cuida una estudiante mientras los padres trabajan.
Encarando un futuro con menos ingresos, se les ha ocurrido que podrían prescindir de la estudiante, que sería sustituida por Luis en tanto éste no encuentre otro trabajo.
Los padres de Pilar no dicen nada. A los de Luis no les gusta el plan.
Comentario del caso
De nuevo el tema del dinero, asociado al trabajo y a una situación que hoy en día empieza a ser tristemente frecuente: el paro del marido.
En este caso hay acuerdo entre los cónyuges. Un acuerdo que responde a la necesidad. A Luis, si no tiene otro trabajo, «no se le caen los anillos» por hacer de niñera de sus propios hijos. Pero choca con algo que está aún vigente: lo que la sociedad espera que hagan los hombres y las mujeres, la llamada distribución de funciones por razón del sexo.
Esta postura de la sociedad se ve reflejada en el desacuerdo de los padres de Luis. Piensan estos padres ‑y con ellos mucha gente‑ que si uno de los dos esposos debe dejar el trabajo, le cae siempre a la mujer. El mando se define personal y socialmente por lo que hace, por su trabajo. De otro modo, su imagen queda rebajada ante sí mismo, ante su propia familia y ante la sociedad.
Pilar y Luis saben esto. Pero lo superan, aunque es probable que les cueste, sobre todo a Luis. Estamos ante un buen ejemplo de adaptación activa, que consiste en inventar una solución nueva ante un problema.
A pesar de la incomprensión de los padres, estos jóvenes han decidido en común. Y esto es lo valioso. Luego se tratará de buscar un trabajo ‑para que Luis no sufra mucho‑ o de reajustar el presupuesto por otro lado. Lo importante es que, en esa decisión común, han pasado por alto la consideración social.
Han sido dueños de sí mismos al serlo de sus propias decisiones. Y esto, aparte de unirles más, les ha entrenado en el ejercicio de la libertad de la pareja en relación con la presión más o menos coactiva de los demás, o de la misma cultura en la que viven.
Tomar decisiones razonadas y justificadas, aunque vayan en contra de la opinión publica, es un buen ejercicio de libertad personal.